miércoles, 9 de junio de 2010

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JUAN GELMAN : EL GRAN POETA EN PRIMERA PERSONA

Mis viejos vinieron de Ucrania. Judíos los dos, mi madre pertenecía a una familia de rabinos en la cual el cargo se iba heredando al hijo mayor. Mi padre, en cambio, era de una familia humilde, de oficio carpintero. El se había casado una primera vez y con su esposa habían tenido dos hijos. Uno de ellos, el mayor, Boris, que tendría mucho que ver con mi gusto por la poesía. Mi papá llego por primera vez a la Argentina en 1912 o 1913, antes
de la guerra. Su mujer y sus hijos habían quedado allá en Ucrania. Cuando se produjo la revolución rusa, mi viejo (activo militante en la revolución de 1905), volvió a su patria a reunirse con su familia. Pero le impidieron entrar al país. No hay que olvidar que había una guerra de 18 países contra la revolución rusa. Entonces, trato de que su mujer y sus hijos pudieran salir. Arregló todo para cruzar un río y escaparse en un botecito. Pero en el medio de la travesía se les dió vuelta el bote y su mujer y su hijo menor murieron ahogados. Boris se salvó porque un soldado se tiró al agua y lo sacó de los pelos. Después, mi papá y Boris decidieron quedarse. Allí, mi padre conoció a una muchacha estudiante de medicina en Odessa y se casó con ella, mi madre. Tuvieron otro hijo y en 1928 decidieron irse de la Unión Soviética. Mi padre se fue desilusionado de la URSS. Siempre se hablaba de la inmigración blanca, pero mi viejo formó parte de la inmigración obrera que se retiraba de la revolución rusa por no ver los cambios profundos que se decían. Llegó a la Argentina en 1929 y en 1930 nací yo, único argentino de esa familia.


Mi primer recuerdo es de muy chico. Tenía un perro que se llamaba Negrito. Una tarde se había escapado y yo salí a buscarlo. Me veo sentado en medio del empedrado de la calle, llorando al lado del cadáver del Negrito, arrollado por un coche. En esa época, cuando por las calles de mi barrio, Villa Crespo, pasaba un coche, todos los vecinos salían a aplaudir. ¡Pucha! Qué mala suerte la del Negrito. Boris, un gran lector, me recitaba poemas de Pushkin en ruso. Yo tenía cinco años y no entendía nada. Claro, no sabía ni media palabra en ruso. Pero Boris me recitaba y yo quedaba fascinado con aquellas palabras raras pero llenas de musicalidad, de ritmo. Pienso que aquellas lecturas de mi hermano definieron mi posterior amor por la poesía. Yo le asaltaba la biblioteca, llena de aquellos libros de ediciones Thor.


Esos libros tenían, como máximo, creo que 196 páginas. Y cuando la novela superaba esa cantidad, igual terminaba ahí. A los ocho o nueve años, enamorado de una vecinita de once, empecé a mandarle poemas para que ella se fijara en mí. Como no los escribía todavía, copiaba versos de Almafuerte y se los mandaba. Pero la seducción no dió resultados, así que pensé que iba a tener que escribir mis propios poemas. Y arranqué, contando sílabas con los dedos, como decía Marechal. De todos modos, jamás pude enamorar a esa chica. De ese desplante y de ser hincha de Atlanta, me quedó la tristeza para toda la vida. Empecé a estudiar Química pero largué. Primero, tenía que laburar para poder comer. Y, además, porque pensé que la poesía también era una forma de la química que me interesaba más. Y, allá a los veinte años, decidí meterme de lleno en los versos. Claro que no era sólo cosa de estar escribiendo todo el día. Iba al café, donde la barra se dividía entre los hinchas de Atlanta y los de Chacarita, jugaba al billar, discutíamos a los gritos. También despuntaba el vicio en los picados que se armaban en las cortadas del barrio. Me batían "El pibe taquito". Me perdía miles de goles por partido, pero nunca dejaba de usar el taquito para empujar la pelota. Siempre creí que me salía lo más bien, pero teniendo en cuenta las puteadas de mis compañeros, parece que no rendía mucho para el equipo. Amigos de entonces, del barrio: Isito, el Buby, Carly, Rubén, el Pelado, la barra. Crecimos juntos. Y, aunque después me metieron en un colegio nacional egregio, como lo es el Nacional Buenos Aires, seguí viéndolos. Incluso después de casado seguía en contacto con el barrio. Con "los muchachos". Pero, a veces, muy de vez en cuando, me parece entender como cambia la edad de los muchachos con el paso del tiempo. Ahora, cuando le digo a mi esposa que voy a ver a "los muchachos", ella me mira como diciendo: "¿Muchachos?".


Es sabido, las mujeres no entienden de esas cosas. Ellas creen que uno crece. En el colegio era un buen alumno. No extraordinario, pero hacía los deberes, me manchaba los dedos con tinta más de lo que ponía en las hojas de carpeta. En el Buenos Aires estudiaban los hijos de los militares y de los oligarcas. Yo no era ninguna de las dos cosas y, además, era judío. Pero nunca me jodieron mucho. Lo que no creo que sea una casualidad es que, después de clase, yo volvía al barrio, a Villa Crespo, al bar y al billar, a la milonga, a "los muchachos" que no iban al Nacional. Por esa edad, quince o dieciséis años, conocí el centro. Contar lo que me pasó, como a cualquier
otro pibe, sería escribir un tango. Y soy malo escribiendo tangos. A los quince me metí en la Juventud Comunista. Había un club en el barrio y yo estaba metido de lleno ahí. Era tiempo de Perón, y la barra se dividió en dos: estaban los peronistas y estábamos los "democráticos". Era curioso, por momentos llegábamos a no hablarnos. ¡Quince años y ya con rivales ideológicos! Pero no odiaba a los peronistas. En realidad, nunca rompí con esos muchachos ni ellos conmigo. Nos unían historias comunes: noviecitas, milongas, horas de bar. Había un gran amigo peronista que se llamaba Alfredito, el hijo de la pollera. Pensándolo bien, todos somos hijos de la pollera. Pero él era hijo de una mujer soltera que trabajaba en el mercado vendiendo pollos y gallinas: la pollera. La cuestión es que Alfredito fue el que nos enseñó a bailar el tango a toda la barra. ¡Cómo te ibas a pelear con Alfredito! Alfredito tenía una nariz extraordinaria y unos anteojos culo de botella que eran el hazmerreír. Pero se levantaba a todas las minas porque bailaba como los dioses. Una vuelta, con los años, volví al barrio y me
enteré que Alfredito se había ganado la grande dos veces y se había convertido en prestamista. Y a los que más jodía con los intereses era a los amigos. Pero todos seguían queriéndolo. Fútbol, café, billar, la milonga donde íbamos a algo más que a bailar. A esas cosas que se hacen pero no se dicen. La adolescencia era eso. Y la
militancia en el colegio. Claro que también despuntaba ya la poesía. La poesía tenía que ver también con los amigos y con la creación del grupo El Pan Duro. De un modo mas o menos natural coincidimos en ese grupo varios
reos que escribíamos: Héctor Negro, Hugo Di Taranto, Somigliana. Nos reuníamos y organizábamos recitales. Al final decidimos editarnos. Cada uno presentó un libro, entre los cuales eligieron primero el mío, Violín y otras
cuestiones. Vendíamos bonos por cada libro antes de ser editado. Y el viejo Gleizer, que ya no publicaba, nos prestó su sello.


"En un momento, cuando rompí con la organización, estaba condenado por la Triple A y por los Montoneros. ¡Qué cosa rara! Yo era una especie de happy hour para la condena a muerte." Conocí a Raúl González Tuñón en un recital que hicimos en el teatro La Máscara. El escribió el prólogo de mi libro. No sé si lo aprendí, pero Raúl
González Tuñon me enseñó la finura. Una finura extraordinaria. Él vivía modestamente de su trabajo en el diario Clarín como crítico de arte. Y nunca lo vi en una actitud resentida. Era un apasionado. Cuando se produce la ruptura URSS-China, él estaba con China, sólo porque Mao escribía poesías mientras que Kruschev era hijo de molineros. Amigos, amigos dentro del Partido Comunista éramos Andrés Rivera, Portantiero, José Luis Mangieri, el
Oso Smoje. No es una casualidad que casi todos nos fuimos juntos. Algo raro: a mí me echan del PC por haberme ido. ¡Caso serio! Había una discusión: yo era el corresponsal de la agencia china en el país y la dirección del PC
quería que yo largara. No entendía: para mi China seguía siendo una revolución, aunque no estuvieran alineados con la Unión Soviética. Yo no discutía la cuestión internacional, discutía la línea política nacional. Y llegó un momento en que no había discusión posible. De modo que les escribí a los chinos diciéndoles que si querían la agencia, yo me iba con mucho gusto. Ellos me contestaron que de ninguna manera, que querían que me quedara. Y me fui del partido en mayo de 1964. Un mes después, el secretariado general decidió expulsarme. Parece que es la costumbre de todos los partidos comunistas. Una vez, en París, el alcalde de un pueblito me invitó a comer junto a un poeta del PC francés. Este poeta quería que le contara al alcalde cuál había sido la verdadera causa de mi expulsión. Yo le conté, y el alcalde, muy suelto de cuerpo, dijo: "Naturalmente, es lo normal".


No tenía pensado militar en otro lugar. Formábamos un grupo que se preguntaba qué hacer, para dónde ir. Portantiero, con un sector de la juventud universitaria comunista, crearon Vanguardia Socialista, pero yo no entré. Fueron unos años sin mayor adscripción partidaria. Después, claro, se produjo la muerte del Che Guevara, la derrota en Bolivia, y decidí entrar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias, las FAR. Y al poco tiempo se produjo la fusión con otras entidades guerrilleras. Creía en una revolución en el país. Una revolución no sé si posible, pero indudablemente necesaria. Una revolución que por 1973 me parecía al alcance de la mano. El New York Times
publicó que ningún movimiento guerrillero tenía tanta aceptación popular como la que había obtenido Montoneros en la Argentina. La muerte del Che fue un dolor extraordinario. Mucha gente en todo el continente había depositado en su figura una enorme cantidad de esperanzas. Con el tiempo, comenzamos a analizar lo que pasó, los riesgos del foquismo, esas historias. Pero en ese momento era un símbolo, no sólo para quienes estábamos interesados en la revolución o en la lucha armada. Por ese entonces, yo trabajaba en Confirmado, donde incluso gente de derecha no podía dejar de lamentar su muerte: por su ejemplo, por su integridad, por haberse jugado la vida por sus ideas. Hoy puede parecer algo simple, pero no lo era tanto en ese momento.


Por ese entonces, Paco Urondo y yo teníamos la misma edad: 42, 43 años. Rodolfo Walsh era un poco mayor que nosotros. Veníamos con una experiencia detrás. La organización Montoneros nunca tuvo una ideología unificada.
Convivían muchos matices, muchas posiciones. Rodolfo era un tipo de una claridad y una lucidez muy grandes. Y duro, no en el sentido personal, sino en no hacer concesiones con la ideología o la línea. Paco era mas flexible.
Pero convivíamos todos: literaria e ideológicamente. Hasta el momento en que Rodolfo se aleja de la organización y comienza a mandar documentos críticos a la conducción que no le daba ni cinco de pelota. A Paco lo mandaron a Mendoza, donde lo iban a matar poco tiempo después. Los dos estaban escribiendo. De Paco se perdió un libro completo, del que salieron algunos poemas en Crisis. Rodolfo estaba escribiendo una novela, tenía varios cuentos y pensaba hacer un libro de semblanzas de los amigos. Todos teníamos muchos proyectos literarios.


Sólo tuve contacto con Galimberti o con Firmenich recién en el exterior. Y en el exterior se tiene un tipo de praxis muy diferente. En el país, el referente es inmediato, y una equivocación se nota enseguida. Pero eso no impidió que rompiera con Montoneros. Para mí era necesario hacerlo. Estaba esa locura de la contraofensiva. Se decía en 1977 o 1978 que la dictadura era un boxeador groggy y que sólo era necesario meterle un sopapo para liquidarla. Era arriesgar la vida de muchos compañeros en el exilio, y yo no podía estar de acuerdo con eso. Claro, no me echaron porque me fui: me condenaron a muerte. Una ligera diferencia. Condenado por los dos lados: la Triple A y los Montoneros. ¡Qué cosa rara! Yo era una especie de happy hour para la condena a muerte. Siempre supe que la poesía no tenía temas prohibidos. El tema de la poesía es la poesía. Por supuesto no escribiría un poema a Hitler, ni siquiera para putearlo. Por eso sigo escribiendo todos los días, siempre de noche. Claro que escribir poesía no es una mera cuestión de voluntad. Cuando me toca me toca, y no hay vuelta. Hubo un momento, en París, en que me tocaba todas las noches. Estaba enloquecido con lo que escribía. En aquel departamento yo tenía un gato al que le había enseñado a saltar al techo vecino desde la ventana de mi escritorio y de ahí a la calle. Todos los gatos del barrio estaban operados, pero este no. Y se montaba a todas las gatas de la cuadra con su acento latinoamericano. La cuestión es que mientras yo escribía, él se quedaba sobre el escritorio. Y cuando yo me iba a dormir, él se iba a lo suyo. Una noche se me ocurrió leerle. "Gato, te voy a leer algo que me gusta mucho." Era un poema largo de Anunciaciones. Arranqué y de inmediato el gato saltó disparado por la ventana. Pensé que era un ingrato. ¿Quién le daba de comer a ese gato: Borges o yo? Pero no, el gato era un crítico literario. El bichito me quería como persona, pero no como poeta.


Viví la vuelta a la democracia desde París con muchas ganas. Estaba preparando la valija cuando un amigo me llamó para decir que no volviera, ya que el juez Pons tenía abierto un proceso contra mí. Si volvía, me encanaban. Y me seguí quedando. Proceso, captura recomendada, prisión preventiva si llegaba al país. Tuvieron que pasar más de cuatro años para que pudiera volver. Me molestó, claro, pero no me dije que a la Argentina no volvía más. No odio la Argentina. Son los militares los que se confunden creyéndose la Argentina. Yo nunca voy a confundir a los militares con la Argentina.


Lo que sí noté, después de tantos años de exilio, los cambios en el país. Y, por supuesto, mis propios cambios. Uno cambia de condición en el exilio. Fue un periodo de mucha reflexión, y no solo de ideologías políticas. Había
gente que tenía imágenes, a mi juicio, bastante simples: el exilio tiene una cara buena y una cara mala. La cosa iba mucho más allá: la cultura de la gente, los idiomas, los hábitos. Todo eso va cambiando la forma de mirar.
Olores y sabores hay en cualquier país del mundo. La Argentina tiene los propios, y puedo reconocerlos todavía, a pesar de los cambios míos y del país.


(Juan Gelman prefirió no mencionar dos temas importantísimos en su vida: la desaparición de su hijo y su nuera, y la recuperación de su nieta.)

Testimonios recogidos por Miguel Russo - Publicado por REVISTA 23 N°170
Distribuido por REDH (Red Solidaria por los Derechos Humanos)-Recosur Córdoba
RADIO SUR FM / Recosur

Encontrado en: http://www.comcosur.com.uy/edi_anter_Recosur/22-10/recosur_bol_arg.htm


Y así nos habla Juan Gelman en sus poesías...


"...Llena de signos y de árboles,ella cruza la noche como un fuego
o un río,asciende en el silencio y la memoria,es infinita como un hecho,la
existo, la conduzco, yo soy su certidumbre..."
(Juan Gelman)

¿No os parece una maravilla?

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